Tampoco me gusta asistir al espectáculo de ver que, en la economía como en la naturaleza, los pequeños se ahogan mientras los grandes se suben encima y sobreviven.
Así, los pequeños empresarios, que en su momento se vieron arrastrados por la marea alta imparable de burbujas y especulaciones, influenciada por la atracción lunar del Euro, y aún a pesar de hacer bien su trabajo (léase el pequeño empresario constructor o promotor o inmobiliaria, pero léase también el taller de compra-venta de la esquina, o el bartapero de Manolo, o la agencia de viajes que montó tu cuñada con dos empleadas, o el puestico de castañas del paseo), pues eses mismos se ven arrastrados ahora por la resaca, hasta el punto donde ya no pueden hacer pie, y sólo queda luchar por sobrevivir, sin pensar en salvar ni lo puesto ni la empresa.
Mientras tanto las grandes (pero grandes) empresas, que han llegado a ese tamaño no se sabe a veces muy bien como, y que quizás no están haciendo tan bien su trabajo (porque quizás se dedican a invertir el dinero que tienen en especular a lo bestia, o mejor aún, a invertir el dinero que no tienen y que otra gran empresa bancaria le sirve con la alegría de quien juega con lo ajeno), consiguen que alguien les lance un salvavidas, bajo el pretexto de que salvar a un grande equivale a salvar a muchos pequeños.
No parece importar mucho si para esto se recurre a mecanismos legales previstos para cuando aparecen los números rojos, pero se utilizan cuando simplemente bajan los beneficios; y así hay tiempo y ocasión de soltar lastre suficiente como para flotar más allá de la línea de rompiente (situada aproximadamente a la altura de la frontera de aquellos países donde la miseria todavía es mayor, y se puede exprimir y contaminar con la conciencia adormecida por una dosis de progreso).
Y, lo que es peor, tampoco parece importar si el salvavidas que se utiliza es de propiedad pública, es decir, de todos aquellos que al mismo tiempo se están ahogando sin tener a donde agarrarse.
Así que, en democracia, o en dictadura, o en monarquía feudal, el que está debajo que cierre la boca, apriete el culo e intente conservar el aire hasta que pase la ola.
Y me consta que a este espectáculo NADIE asiste desde la orilla y sin mojarse.
Así, los pequeños empresarios, que en su momento se vieron arrastrados por la marea alta imparable de burbujas y especulaciones, influenciada por la atracción lunar del Euro, y aún a pesar de hacer bien su trabajo (léase el pequeño empresario constructor o promotor o inmobiliaria, pero léase también el taller de compra-venta de la esquina, o el bartapero de Manolo, o la agencia de viajes que montó tu cuñada con dos empleadas, o el puestico de castañas del paseo), pues eses mismos se ven arrastrados ahora por la resaca, hasta el punto donde ya no pueden hacer pie, y sólo queda luchar por sobrevivir, sin pensar en salvar ni lo puesto ni la empresa.
Mientras tanto las grandes (pero grandes) empresas, que han llegado a ese tamaño no se sabe a veces muy bien como, y que quizás no están haciendo tan bien su trabajo (porque quizás se dedican a invertir el dinero que tienen en especular a lo bestia, o mejor aún, a invertir el dinero que no tienen y que otra gran empresa bancaria le sirve con la alegría de quien juega con lo ajeno), consiguen que alguien les lance un salvavidas, bajo el pretexto de que salvar a un grande equivale a salvar a muchos pequeños.
No parece importar mucho si para esto se recurre a mecanismos legales previstos para cuando aparecen los números rojos, pero se utilizan cuando simplemente bajan los beneficios; y así hay tiempo y ocasión de soltar lastre suficiente como para flotar más allá de la línea de rompiente (situada aproximadamente a la altura de la frontera de aquellos países donde la miseria todavía es mayor, y se puede exprimir y contaminar con la conciencia adormecida por una dosis de progreso).
Y, lo que es peor, tampoco parece importar si el salvavidas que se utiliza es de propiedad pública, es decir, de todos aquellos que al mismo tiempo se están ahogando sin tener a donde agarrarse.
Así que, en democracia, o en dictadura, o en monarquía feudal, el que está debajo que cierre la boca, apriete el culo e intente conservar el aire hasta que pase la ola.
Y me consta que a este espectáculo NADIE asiste desde la orilla y sin mojarse.
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